lundi, juillet 14, 2008

Noticiero "Detrás de mi ventana": Arquitextura, La forma del dengue y el Holograma del Huracán Gilberto

Arquitextura, como dice el tratado que lo define: "propone la realización -colectiva- de una intervención arquitectónica y sonora en la ciudad de Monterrey". La transdisciplina de Arquitextura lleva el texto a lo sonoro, lo sonoro a lo espacial, lo espacial al significado. Textos inéditos resultan músicas de insospechadas texturas.
_
Mi coparticipación en esta enorme pieza colectiva, ideada gracias a Jenny Donovan y Felipe Zuñiga, se materializa mediante la lectura de mi cuento La forma del dengue por Sergio Pérez y la intervención sonora de Gabriela Torres Olivares, escritora, exbaterista y ahora artista sonoro. Nuestra pieza en conjunto se llama Holograma del Huracán Gilberto, la cual consideramos que sirve para conmemorar los primeros veinte años de aquélla catástrofe y su posterior efecto en las estructuras sociales y mentales de los regiomontanos. Algunos hemos pasado de ser católicos a ser budistas, otros de la medicina alópata a la homeópata, etcétera.
_
A continuación les comparto el susodicho cuento: La forma del dengue. Hay que considerar que esta no es la pieza terminada, sólo una de los engranes para Arquitextura y más aún para la coparticipación de la pieza de Gabriela Torres Olivares y yo, Óscar David López, con la valiosa colaboración de Sergio Pérez. Los demás textos que sirven para su intervención sonora se pueden leer en el blog de Arquitextura. Sospecho que pronto podremos escuchar las piezas sonoras. Que disfruten la regresión aquitectónica.
_
_
_
__________ La forma del dengue
Óscar David López


Las cicatrices manchaban su cara: una decena de pliegues provocados por ronchas recubrían su identidad del lado derecho y un amargo oscurecimiento de varia pigmentación el izquierdo. Hasta después fue específico con respecto a la enfermedad que lo había marcado como a un dátil bajo un mediodía en pleno verano. Era el chofer de la empresa coreana que recién manejaba sus negocios para América Latina desde Monterrey. Comparado con los demás regiomontanos, Diego es un hombre puntual y servil. A las siete y treinta de la mañana pasa por los demás empleados foráneos al hotel donde nos hospeda la empresa: nunca más tarde nunca más temprano. Aunque estudié Relaciones Internacionales, mi afición por los videojuegos me volvió un experto en cuestiones electrónicas. La empresa coreana solicita mis servicios dos semanas por mes. Por lo que sé, la empresa no desea contratar a regiomontanos para los asuntos de Sistemas. Diego es uno de los cuatro regiomontanos que ahí laboran. Los otros tres, al menos para mí, son fantasmas: nunca los he visto ni conozco a nadie que haya tratado con ellos.

El recorrido que hacemos del hotel al edificio de la empresa rara vez ocurre por avenidas. Gracias a Diego, la camioneta se desliza por las calles de un solo sentido evitando que observemos la falsa majestuosidad de las avenidas regiomontanas. Me cansa esta ciudad rompecabezas del wannabe norteamericano. Por todas partes podemos advertir sus fracasos, considerados los mejores logros. Aunque Monterrey se vende como la capital de los negocios faltan manos para contar las fallas de su planeación geográfica. Si el clima y la gastronomía son las manecillas del reloj de la identidad regional, Monterrey es un holograma en el que nada logra fijarse: el tiempo atmosférico cambia cada quince minutos y la comida es una serie de platillos reciclados de recetarios caducos. Su arquitectura es un rompecabezas imposible. A Monterrey le gustan las obras magnánimas y efímeras. Sus arquitectos son copiastas medievales que en lugar de libros, falsifican puentes, plazas, ríos, parques de recreo de cualquier otro universo. Sin embargo, todas esas obras están maximizadas pues a Monterrey le gustan los combos tamaño jumbo: maxipuente para río extraseco ideal para canchas de futbol de equipos europeos o macroplaza con hipermuseos elefantes blancos y falsas intenciones culturales. Monterrey es el anacrónico paradigma de la posmodernidad: una avenida collage de imágenes dispares en las que ocurre una película apocalíptica con final feliz, muy plástico.

Cierto mediodía, a mitad de la jornada laboral, hubo una fiesta para celebrar los 104 años de la empresa. La reunión ocurrió simultáneamente en los cinco continentes. La nuestra tuvo lugar en una casona de San Pedro, municipio vecino de Monterrey, en el que se dice que viven los mayores infames de América Latina: narcotraficantes y expolíticos. Como se sabe, los coreanos son practicantes del chamanismo mediante ritos musicales. Durante la celebración algunos de mis jefes bailaron al ritmo de la música que otros de sus subordinados (también coreanos) hicieron con ayuda de la garganta y la lengua. Según leí después, estos ritos no tienen valor artístico pero sí un valor espiritual. Mientras estos suceden, los danzantes y músicos son poseídos por espíritus chamánicos que les ayudan a preservar su posición cultual y religiosa en el mundo. En Corea a los ritos les llaman Kut, al chamanismo Musok, y los practicantes, Mudang. Por lo regular los ritos son representados por mujeres pero a falta de un buen grupo de coreanas, el ritual fue ejecutado por el jefe máximo hasta la recepcionista más escondidiza. Sin embargo, como para mí la fiesta no significaba algo más allá del mero hecho morboso y como ya tenía anotada en mi agenda electrónica la información que debía buscar, salí a fumar un rato.

El aire casi estático me recordó que había bebido demasiado durante la función chamánica de mis jefes y compañeros. Sus trajes rojos con mangas blancas me habían recordado un videoclip de música pop pero sin pop y sin muy buena imagen. La repentina participación de la gran mayoría me había enfrentado con mi propia realidad: trabajar para una empresa extranjera era vivir en otro país durante la mitad del día. Lo peor era que me sentía solo lingüísticamente. Ninguno de los compañeros de mi mesa hablaba español. Yo mismo sabía algo de coreano gracias a una compilación de programas para aprender la lengua que venía escuchando desde que pasé por Recursos Humanos. La excepción de la empresa era Diego. Al menos por la mañana y por la noche podía conversar con alguien en mi idioma. Sin embargo, era sólo una posibilidad ya que nuestra charla diaria siempre terminaba reducida a desearnos buenos días o buenas noches. Cuando excedía la norma: un buen fin de semana o un buen viaje. Por lo que resta a los demás compañeros foráneos se trataba de croatas, eslovenos o serbios. Ellos mismos debían sentirme más cercanos por su parentesco territorial. Como buen romántico, al no conocer la razón por la cuál me sentía súbitamente solo, salvo porque fuera realidad, decidí culpar al alcohol.

Justo cuando pensé en regresar a presenciar el gran final del rito chamánico apareció Diego. Como yo, él también había estado en un rincón y había decidido salir a fumar. Me extendió una cajetilla de cigarros y tomé uno. El aire había cedido su fuerza inmóvil para ventear sólo un poco y parecía que habría lluvia pronto. El cielo había oscurecido y repentinamente teníamos a nuestro alrededor a una jauría de mosquitos. Después de pasar un rato en silencio, charlamos un poco de Puebla, ciudad donde crecí y vivía el resto del tiempo que no pasaba en Monterrey. Diego dijo no conocer Puebla ni otra ciudad que no estuviera en la zona metropolitana. Cuando quedó huérfano, pensó que huiría de Monterrey al cumplir la mayoría de edad. Sin embargo, se casó con la primera mujer que conoció al salir del orfanato. Su historia académica no se concretó pues rápidamente su esposa había quedado embarazada. De no ser chofer, sería mecánico automotriz. Con el aniversario 104 de la empresa, Diego cumplía 10 años siendo el chofer particular. Dijo saber tres cosas que me inquietaron: la razón de mi ausencia durante la ceremonia, la religión que profesaba y porqué había estado matando mosquitos.

En ese momento nos interrumpió el ruido de los empleados que dejaban la casona para subir a sus coches. Nosotros hicimos lo que nos correspondía y mientras esperábamos a los demás, Diego fue sintético en sus respuestas: soledad. Por mi parte, le dije a modo de broma que creí que me sorprendería, pues quizá luego de 10 años en la empresa había logrado capturar uno de esos espíritus chamánicos y podía ver ciertamente la mente de otra persona. Diego no sonrió ni gesticuló emoción alguna. Afortunadamente uno de los serbios, croatas o eslovenos, para ser sincero los veía igual, se acercó para decirnos con un monosílabo que ninguno de ellos iría al hotel. Emprendimos el camino en medio de un silencio pavoroso. Apenas la camioneta avanzó un par de metros, comenzó a llover frenética y compulsivamente. Las gotas que atacaban el techo de la camioneta habían instalado su propio rito chamánico para nosotros dos, los huidizos. Para llegar al hotel, Diego debía tomar la avenida Constitución pues Monterrey y San Pedro son ciudades separadas por algo que se empeñan en llamar río Santa Catarina, mismo que no es más que un enorme cause seco y ahora comercializado por un tianguis, canchas de futbol, circos itinerantes y una pista didáctica para conductores aprendices. En Monterrey la lluvia puede causar el peor caos vial: son suficientes quince minutos de tormenta para que el agua de lluvia se convierta en vómito de alcantarilla. El drenaje no fue construido contra tormentas ni contra basura, mucho menos contra regiomontanos.

Mientras afuera la lluvia y el sonido de los cláxones desquiciaba la avenida collage, adentro nosotros nos manteníamos en un silencio un tanto desagradable. El deseo por entablar comunicación con alguien en mi mismo idioma me había traído problemas. Sin embargo, repentinamente Diego comenzó a llorar. No se trataba de un llanto femenino y escandaloso, sino de un sollozo mínimo. No me atreví a preguntarle por qué sucedía eso. Varados en medio de una congestión automovilística sólo se me ocurría pensar que se trataba de un espíritu nostálgico, que por todos lados veía signos de la podredumbre del mundo, lo que le causaba grietas indefinibles. También podría decir que se trataba de un maricón que no advertía sus mariconerías. Pero fue él mismo quien decidió contar su historia no sin antes preguntar si sabía la razón por la cuál tenía la cara mitad con cicatrices mitad manchada. Negué saberlo. Con su tono habitual dijo:

>>Era 1988, septiembre 17 de 1988, en esta misma avenida, estábamos mi madre, mi hermana y yo, viajábamos en un camión de ruta urbana de la zona oriente al centro de Monterrey. Para eso, el camión debía cruzar el río Santa Catarina que comúnmente no llevaba agua, apenas un riachuelo que gozaba más piedras que cause. Yo no recuerdo si mi madre sabía que el Huracán Gilberto entraría esa misma tarde a Monterrey. Lo que sí recuerdo es que quizá estuve en el ojo del huracán sin saberlo.

>>Tenía apenas 8 años, mi hermana Fabiola 5 y mi mamá 27. Íbamos al Centro porque papá había prometido que nos llevaría al cine. Papá era mecánico y los sábados como aquél día sólo trabajaba medio turno. Papá y mamá se disfrazaban de payasos en nuestros cumpleaños porque no tenían para contratar un show infantil. Papá no apareció en las listas de hospitalizados ni regresó a casa después del huracán. Probablemente murió cuando lo arrastró la corriente hasta que se lo tragó una alcantarilla. Me consuela pensarlo porque eso querría decir que mi hermana y mi mamá se encontraron con él.

>>El camión en el que viajábamos cayó de la avenida al río, fue contundente, la gente saltó sobre la otra gente y el agua entró de trancazo por las ventanas rompiendo los cristales. Una señora cayó sobre mí y me rompió la nariz. Sólo recuerdo el agua pintada de rojo. Mamá gritaba mi nombre mientras sujetaba a Fabiola y, a su vez, Fabiola se sujetaba de su muñeca. Un señor me cargó en sus brazos y me elevó hasta pegarme contra el techo del camión. En ese momento dejé de ver a mamá y a Fabiola. Más tarde, ya no sentí la fuerza de los brazos del hombre. Creo que se había ahogado mientras trataba de salvarme.

>>Comprendí que la gente estaba muerta debido a que el agua turbiamente gris tenía zonas teñidas con sangre; luego volvía el gris turbio. El camión era arrastrado por la corriente. Yo estaba atrapado entre los pasamanos y el techo del camión. Apenas podía respirar. El cuerpo del señor que me ayudó se golpeaba contra mí como un zapato en la orilla del mar, un zapato que no sabe si quedarse dentro o fuera. Después vi la muñeca de Fabiola, entre las olas de mugre y basura. Aunque seguía lloviendo a cántaros simplemente había dejado de sentir la lluvia, era la corriente del río lo más espantoso.

>>El camión se detuvo al pasar la zona donde construyeron el puente del Papa, justo a la altura del anuncio luminoso que ahora encienden durante las noches conmemorando un valor regiomontano, como el sentimiento o la felicidad. Yo no sé en qué están pensando los políticos que creen que el sentimiento o la felicidad es un valor. Están jodidos. Justo a la altura de esa zona fue de donde me rescataron. Además de mí, estaban con vida dos mujeres y otro niño. Creo que el miedo a encontrar el cuerpo de mamá o de Fabiola me dejó en blanco.

>>Después de tres meses en el orfanato dejé de pensar que mi familia aparecería. El miedo me invadía por las noches, soñaba con agua, ríos, lluvia, tormentas y al final despertaba empapado en orines. Sabía que mis papás y Fabiola habían muerto. En realidad, decía que “habían desaparecido”. El hueco que provocaron en mi historia ha sido fulminante: es estar viviendo en el ojo del huracán desde que salí del mismo. En los días de lluvia no puedo contenerme y, como si fuera la lluvia, debo vaciarme, sacar esta historia. Mi esposa y mi hijo la han escuchado cientos de veces.

>>De lo que más me arrepiento es de no haber muerto. El hecho de que yo esté aquí me vuelve el miedo en carne viva. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso juego a vencer el miedo contándolo, enfrentándolo, dándole esta cara que puede ser la de Doscaras. Soy un miedoso y por eso soy un mal villano. Esta cara es el efecto del Huracán Gilberto. Nadie cuida mejor de un enfermo que su familia. A ninguna monja le importan los niños ni los ancianos, sólo les interesa salvarse del infierno en el que creen más fervientes que en el cielo.

>>Después del huracán, Monterrey sufrió varios brotes de enfermedades febriles y epidemias gastrointestinales. A mí me diagnosticaron la fiebre del dengue. Me medicaron y me alejaron del grupo de niños, con el fin de evitar que los contagiara. El orfanato era atendido por monjas de las cuales sólo una podía visitarme. Era muy vieja y poco le importaba que tuviera pústulas por todo el cuerpo. Por aquellos días continuó la lluvia y mis noches eran insoportables. Cada vez que lloraba por mi familia me azotaba contra la cabecera de la cama o me rascaba el rostro hasta desangrarme las pústulas.

>>Me diagnosticaron la fiebre del dengue hemorrágico. ¿Sabes lo que es eso para un niño de ocho años? Duré en el pabellón de enfermería casi tres semanas. Estaba solo y no me dejaban ver a nadie más. Esa monja me visitaba tres veces al día. Nunca traía noticias de mi familia. Cuando sané, me sentí triste porque sabía que ninguno de ellos se alegraría por verme sano. Desde ese momento creí que mi familia había muerto para que yo sanara. Pero sabía que estaba equivocado, ellos habían desaparecido mucho antes de que yo enfermara. Sin embargo, esa idea todavía me sirve de amuleto.

Guardé silencio luego de decirle que lamentaba su historia. Para Diego, Monterrey no significaba la ciudad rompecabezas de obras clonadas de otros países ni la ciudad sede para pseudonegocios internacionales, sino el propio espejo de un rostro que debía llevar a todos lados. Diego había dejado de llorar. El tráfico retomó su ritmo. Noté que a pesar de estar perturbado, sujetaba firme el volante. Me sentí seguro y le pregunté:

--¿Entonces crees qué en tu familia muerta como un amuleto? -mi incapacidad religiosa por el catolicismo me ha vuelto un hombre taciturno, alejado de los tumultos, incluso los ritos orientales tampoco me convencen de la existencia de un Ser superior. Creo en la muerte es determinante, sin salida, no hay reencarnación ni paraíso, infierno o purgatorio.

--No se trata de una idea bella. Ahora puedo confirmar que los muertos son el único amuleto que tenemos.

--¿Por qué estás tan seguro? -su rostro palideció. Frenó la camioneta en la luz amarilla del semáforo en lugar de continuar con precaución o con alevosía y ventaja regiomontanas, se giró hacia mí y me dejó ver las dos mitades de su cara.

--Vivimos en un mundo donde hay más muertos que vivos. Te dije que nadie cuida mejor de un enfermo que sus familia. Las monjas estaban aturdidas por atender a la gran cantidad de huérfanos que dejó el Gilberto. Hace un par de años mi hijo cayó enfermo, cuando lo llevamos al hospital nos dijeron que tenía la fiebre del dengue, lo internaron. Ahí mismo estaba una niña con la cara llena de pústulas como las que yo tuve. Busqué al médico para preguntarle si el medicamento frenaría en mí hijo la erupción de esas pústulas, en realidad mi pregunta era por miedo a que también él quedara con la cara como la mía, me respondió que esa niña tenía viruela y no fiebre del dengue. No estoy seguro si mi familia murió o no, pero sé que son un mejor amuleto que la cercanía de monjas o médicos.

Aucun commentaire: